Un domingo cualquiera acompañé al Hermano Nino a llevar la comunión a los que, por diversas dificultades, no podían participar en la Eucaristía. Durante dos horas nos adentramos en algunos de los barrios más pobres de Sullana para cumplir con nuestra tarea. Recuerdo aquella mañana como si fuera ayer: más allá de las condiciones en las que sobrevivían, lo que me impactó de aquellas personas fue su fuerza de voluntad, su acogida a una extranjera que irrumpía en la intimidad de su hogar, y sobre todo, su fe.
Tampoco puedo olvidar la enseñanza que me regaló el Hermano Nino cuando le pregunté, días más tarde, por qué llevaba a cabo una labor tan ardua y dolorosa: “¿Por qué lo hago? Porque Marcelino Champagnat quería que estuviésemos al servicio de los más necesitados”.
Hace una semana que regresé a España y la pregunta que más me hacen sobre mi experiencia de voluntariado en Perú no es otra que “¿Has visto mucha pobreza?” Y yo, a modo de respuesta, siempre cuento este relato. No creo que para encontrar realidades de miseria haya que marcharse tan lejos. Probablemente, al cruzar el portal de casa o al doblar la esquina de nuestra calle nos topemos de bruces con alguien que grita en silencio que le ayudemos.
Sin embargo, sí he tenido que recorrer miles de kilómetros para darme cuenta de ciertas cosas que hasta ahora desconocía. Perú me ha enseñado a ser más servicial, a mirar de frente a los que la sociedad ignora a conciencia, y a encontrar la felicidad sirviendo a todo aquel que lo necesita, al estilo de Champagnat, como bien me explicaba el Hermano Nino.
La verdad es que quién me iba a decir que durante este mes sería tan feliz al servicio de los demás. Pero perdonen que todavía no me haya presentado: me llamo Cristina Ortega y soy una voluntaria alicantina, que ha vivido en la comunidad de los Hermanos Maristas de Sullana, una pequeña ciudad situada al norte de Perú. Allí he impartido un taller sobre periodismo, comunicación y técnicas de expresión a los alumnos de los colegios Santa Rosa y San José Obrero. El segundo nace como obra social de la Provincia Marista para garantizar la educación básica de los niños de la zona, en especial de aquellos que no disponen de los recursos necesarios para estudiar.
Si el colegio Santa Rosa enamora por la extraordinaria dedicación de sus profesores, de San José Obrero te atrapa la capacidad de superación de sus promotores: talleres de panadería, soldadura y carpintería conforman asignaturas obligatorias para los estudiantes, de tal forma que finalizan su período escolar con el título de su graduado y con un certificado del taller en el que se han especializado. Todo ello les otorga una formación extra y unos valores necesarios en una ciudad que cuenta con altos índices de pobreza y delincuencia.
Si bien es cierto que en mis ratos libres aprendí a tallar hermosas cruces de madera, gracias a la perseverancia y entusiasmo del carpintero César, la mayor parte de mi tiempo transcurrió entre pupitres y uniformes de colores.
Gracias a este taller he podido combinar mis dos pasiones: el periodismo y la enseñanza a los jóvenes. He descubierto el placer de educar, y especialmente, la satisfacción de aprender de los adolescentes. Jamás había encontrado corazones tan sensibles y humanos como los de los chicos con los que he trabajado: tan dispuestos a ayudar al prójimo, tan agradecidos a todo aquel que les dedica su atención, y sobre todo, tan decididos a dar voz a quien no la tiene o se la han robado.
La vida en comunidad con los hermanos ha sido otra de las lecciones más bonitas que me ha dejado mi estancia en Perú. Con los Hermanos Maristas Alfonso, Félix y Nino he compartido tiempo y amor. Sé que no les gustará que les mencione, pero la gente merece saber los nombres de quienes me acogieron como a una hija y lograron que por primera vez en mi vida me sintiese como en casa fuera de mi hogar.
Mediante tempranas oraciones, largas charlas e intensos debates, ellos me enseñaron el verdadero significado de la palabra “marista”, a entregarme con espíritu y alma a los demás; y a continuar el sueño de Marcelino, con un estilo de vida sencillo, humilde y modesto.
Estoy convencida de que, desde el cielo, nuestro fundador se siente muy orgulloso de vuestro carisma.
“¿Por qué guardar tu corazón para una sola persona si puedes entregárselo a todas?”, esta frase resume a la perfección las enseñanzas que me regalaron los postulantes Guillermo y José María, con los que tuve el privilegio de convivir en la casa de los hermanos; y que merecían una mención especial en mi artículo.
Sin embargo, en Perú conocí a gente que, sin la necesidad de consagrarse, también vivía al servicio de los demás. Fue el caso de Gaby, trabajadora del colegio Santa Rosa, que me demostró la importancia de estar siempre pendiente de los detalles; y me enseñó que la generosidad no entiende de fronteras.
Pero si alguien se quedó grabada en mi corazón para siempre fue Blanquita. Tras más de 25 años al servicio de los maristas, ella había aprendido a amar su vocación y a cuidar como a un hijo a todo el que se le acercaba, especialmente a los voluntarios. Nunca he conocido una mirada que te hiciese sentir tan en casa como la suya.
Lo cierto es que siempre me faltarán palabras y tiempo para agradecerles a todos ellos, y a los que me dejo en el tintero, lo que hicieron por mí: me ensancharon el corazón y me convirtieron en una persona más buena. Si bien fui a mi primer campo de trabajo como una esponja, dispuesta a empaparme de todo lo que observasen mis ojos y sintiese mi corazón, he regresado a mi tierra como un pozo, colmado de recuerdos, promesas y grandes dosis de amor.
Hace unos días leía en el testimonio de un voluntario de SED en Ghana que el verdadero campo de trabajo comenzaba cuando regresamos a casa. Él comentaba que no podíamos guardarnos para nosotros lo que habíamos vivido, porque teníamos el deber de compartirlo con los demás.
A su reflexión, yo añadiría que no solo hemos de contar al mundo nuestra experiencia; sino que tenemos que adoptar el compromiso, como comentaba el Hermano Nino al principio de este escrito, de permanecer al servicio de los más necesitados, de poner en práctica la lección que deja todo campo de trabajo: debemos vivir para servir, sino nunca serviremos para vivir.
Cristina Ortega, voluntaria de SED en Perú