Si no vives para servir, no sirves para vivir
Un domingo cualquiera acompañé al Hermano Nino a llevar la comunión a los que, por diversas dificultades, no podían participar en la Eucaristía. Durante dos horas nos adentramos en algunos de los barrios más pobres de Sullana para cumplir con nuestra tarea. Recuerdo aquella mañana como si fuera ayer: más allá de las condiciones en las que sobrevivían, lo que me impactó de aquellas personas fue su fuerza de voluntad, su acogida a una extranjera que irrumpía en la intimidad de su hogar, y sobre todo, su fe. Tampoco puedo olvidar la enseñanza que me regaló el Hermano Nino cuando le pregunté, días más tarde, por qué llevaba a cabo una labor tan ardua y dolorosa: “¿Por qué lo hago? Porque Marcelino Champagnat quería que estuviésemos al servicio de los más necesitados”. Hace una semana que regresé a España y la pregunta que más me hacen sobre mi experiencia de voluntariado en Perú no es otra que “¿Has visto mucha pobreza?” Y yo, a modo de respuesta, siempre cuento este relato. No creo que para encontrar realidades de miseria haya que marcharse tan lejos. Probablemente, al cruzar el portal de casa o al doblar la esquina de nuestra calle nos topemos de bruces con alguien que grita en silencio que le ayudemos. Sin embargo, sí he tenido que recorrer miles de kilómetros para darme cuenta de ciertas cosas que hasta ahora desconocía. Perú me ha enseñado a ser más servicial, a mirar de frente a los que la sociedad ignora