Las dos Marías, mis compañeras de campo-misión, y yo la conocimos la primera mañana de nuestra estancia en la comunidad. Habíamos llegado apenas un rato antes disfrutando de un viaje panorámico en lo alto del camión de un vecino, que nos había venido a recoger a Comarapa, la ciudad en la que los hermanos llevan presentes más de 50 años ocupados en la educación de los niños/as y jóvenes. Tardamos cerca de una hora y cuarto en recorrer los aproximadamente 60 km de distancia, pasando de los 1800 m.s.n.m a cerca de los 3000 m.s.n.m. Allí viven unas 50 familias en viviendas diseminadas, sin más servicios comunes que la escuelita, la capilla y la sala donde se reúne el sindicato.
Estábamos a finales del mes de julio, uno de los meses de invierno en el país. Las familias de la zona se dedican a las tareas del campo, siendo la papa y la frutilla sus productos estrella. Las vacaciones escolares de invierno, que se habían alargado más de la cuenta por el frío, habían pasado, y los niños y niñas habían vuelto a la escuelita donde dos profesores atienden a todos los cursos desde la etapa inicial (4-5 años) hasta el último curso de primaria (6-12 años). Como pueden deducir, en el entorno rural de Bolivia queda mucho por hacer para dar por cumplido ese Objetivo de Desarrollo Sostenible (ODS) que habla de una educación de calidad para los niños y niñas de todos los países del mundo.
El país, que vive en una casi permanente crisis, andaba con problemas económicos (faltaban dólares y diésel, la canasta básica se encarecía progresivamente), políticos (luchas interna del partido en el poder, revueltas frecuentes protestando por diferentes motivos) y medioambientales (la situación era dramática debido a los millones de hectáreas quemadas en el país por los chaqueos). Estas noticias no suelen llegar mucho a los medios de comunicación de los países del Norte global, pero hablan de muchos derechos básicos conculcados en el día a día de millones de personas. En aquella comunidad y en todas las del municipio, lejos de los centros de decisión, la gente sigue trabajando y viviendo, sabedoras de que nada pueden esperar de quienes gobiernan, preocupados fundamentalmente en mantenerse en el poder.
La doña nos había invitado a comer a su casa cuando la encontramos en la escuelita. Había acudido porque le tocaba encargarse del desayuno de aquel día. Las madres, y no los padres, de los alumnos se turnan para cocinar los alimentos que la alcaldía les hace llegar algunas veces en semana para combatir la malnutrición de los niños y las niñas. La práctica totalidad de los días comen papa y el arroz, y en algunas ocasiones se enriquece con algún huevo y alguna verdura como lechuga o tomate. El consumo de carne es más bien una excepción y son muchos los alimentos que no contemplan en sus menús ya sea por cuestiones económicas o culturales. Siguiendo con eso de los ODS, aquí también hay deberes por hacer con respecto a la salud y a una mejor nutrición que prevenga enfermedades.
35 años dan para mucho, y que el Proyecto Bolivia haya estado presente en la comunidad de una manera u otra durante todo este tiempo vuelve de lo más natural que las familias nos inviten a compartir tiempo con ellos en sus casas, especialmente el tiempo de las comidas. Y como en cuanto a igualdad de género (otro de esos ODS) queda aún mucho por hacer en todo el mundo y Bolivia no iba a ser menos, los roles continúan estando muy diferenciados en la sociedad, de modo que sigue recayendo en la mujer todo lo relativo a la casa y al cuidado de los niños. Así que, haciendo de la necesidad virtud, nos servimos de esto para poder pasar más tiempo solos con ella y poder escuchar.
Nos sorprendió su casa porque no era la vivienda común en la zona. Si bien ya algunas construcciones comienzan a ser de ladrillo, y no de adobe como había sido tradicional en la zona, esta no estaba solo hecha de este material, sino que además había sido pintada en su totalidad en un color blanco y decorada con unos motivos de de tipo andino. Habíamos visto ese tipo de construcción con anterioridad, y nos habían contado que estaban levantadas con materiales que el gobierno concedía a personas con situaciones de necesidad muy acuciantes. La casa, en comparación con las demás, estaba mejor dotada, pues tenía tuberías que hacían llegar el agua a la cocina y al baño, un cuarto de baño con saneamientos, azulejos en el piso, ventanas con mejor aislamiento…
Doña Esta nos explicó el porqué de su nueva vivienda. Hace unos tres años, debido a unas lluvias torrenciales, un río de agua se llevó por delante su casa, así como la práctica totalidad de sus pertenencias (ropa, utensilios de cocina, los pocos muebles que tenía…). Se quedó literalmente a la intemperie, y tuvo que vivir unos meses en la sala de reunión del sindicato de la comunidad, del que recibió algunas muestras de solidaridad. Después, a través de los dirigentes, elevó su petición al gobierno y fue atendida.
La verdad sea dicha, la doña tenía muchas ganas de agradar, pues estaba solicitando una plaza para el mayor de sus hijos en el internado de Comarapa que apoya la ONGD SED. Como a él le toca el próximo curso empezar la etapa de secundaria, debe desplazarse a otro lugar, y la opción que prefiere su madre y la mayor parte de las familias es ir a Comarapa. La distancia es demasiado grande para estar yendo y viniendo a diario, por lo que es necesario residir allí. Existe la posibilidad de alquilar un cuartito (un espacio entre cuatro paredes) para el alumno/a, que se lleve una pequeña cocina y un catre y viva allí, pero aparte del coste económico a las familias les preocupa especialmente el desamparo de sus hijos. El mayor de sus hijos estaba decidido a estudiar en Comarapa, y de hecho con frecuencia trabajaba en las tardes (como peón en el campo) y lo que ganaba lo ahorraba para eso. Seguro que todos tenemos una opinión bien definida acerca de la protección del menor y el trabajo infantil desde nuestra realidad europea, pero puede que si vienes por aquí y te acercas desde el respeto y la apertura a la realidad no tengas más remedio que darle una vuelta al asunto.
Mientras entre todos pelábamos papas y troceábamos zanahorias, nos contó que no había terminado sus estudios. Se lamentaba de no poder ayudar a sus hijos en sus tareas escolares (tiene, menores que el chico, otras dos hijas), y que su preocupación era sincera lo demostró viniendo las noches que pudo a la escuelita a que le enseñáramos contenidos básicos. Decía que la vida en el campo es muy dura y que no la quiere para sus hijos e hijas. Quiere que estudien hasta salir profesional. Por eso también le preocupaba el estado de la escuelita, que tiene carencias en las construcciones, el mobiliario, los baños… La ONGD SED recibió hace meses de la comunidad la solicitud de llevar a cabo un proyecto de remodelación de la escuelita y lo aceptó. Ojalá puedan pronto obtener la financiación necesaria.
Mientras cocía el arroz, se lamentaba de que las mujeres no poseían capacitación para poder llevar a cabo una actividad fuera del ámbito doméstico. Se refería así a las relaciones de poder entre hombres y mujeres en la comunidad, que se pueden resumir en su expresión: “las mujeres tienen miedo de hablar”. Los varones copan el ejercicio del poder en el sindicato, si bien hallaba un hilo de esperanza cuando reconocía que ya una mujer figuraba como segunda responsable, después del dirigente. Las mujeres, nos explicaba, además de las domésticas “ayudan” en el potrero, asumiendo un papel secundario en las tareas que reportan recursos económicos al núcleo familiar. La paradoja es que, al no estar monetizadas las tareas de la casa y al asumir este rol de apoyo en las del campo, la que más beneficios genera a la familia carece de reconocimiento alguno.
Y así, friendo los huevos y no sin cierto apuro porque con tanta charla nos habíamos retrasado y estaban a punto de llegar los demás, se nos pasó la mañana. Fueron llegando los niños de la escuelita, su pareja y otro peón que estaba trabajando a jornal ese día con ellos y comimos todos juntos. Al acabar, muy agradecidos, salimos de la casa de regreso a la escuelita, y mientras íbamos de camino le daba vueltas a cómo la escucha nos había dado la oportunidad de corresponder a su hospitalidad.
Escuchar fue decirle “nos importas”. Una declaración humilde del respeto que nos inspiraba y le profesamos. El regalo que pudimos ofrecer para tratar de tejer una humanidad menos alejada y desvinculada.
Como todo voluntariado, aquel encuentro en clave de escucha hizo el bien, pero también devolvió mucho bien. Escuchar fue nuestro voluntariado que, “sin hacer nada”, liberaba, sanaba, acogía, aliviaba, consolaba, acompañaba, acercaba, desahogaba, empoderaba, rehacía.